Cos es una pequeña isla situada
en el archipiélago griego del Dodecaneso, en pleno Mar Egeo. Apenas 4 kilómetros la
separan de la costa turca. A lo largo de los siglos su estratégica ubicación la
hizo codiciable para imperios y naciones: fue ateniense, persa, romana, macedonia,
bizantina, veneciana, otomana e italiana. Hoy día pertenece a Grecia. Cos ha
sido escenario de múltiples sucesos históricos, pero uno destaca sobre los
demás: en el año 460 a .C.
nació en ella Hipócrates, considerado el padre de la medicina occidental.
Hipócrates creía en el poder
sanativo de lo natural, en la capacidad del cuerpo para sanarse a sí mismo.
Para él, la enfermedad era un desequilibrio de los humores del organismo y las
emociones de la mente. Reacio a administrar drogas, rehabilitaba a sus
pacientes a fuerza de dietas, pócimas y reposo. Cuando alguna vez le
preguntaron cuál era la mayor amenaza para la salud, respondió: “El estado más
perjudicial de los humores es, sin duda, el ácido”.
Dos mil quinientos años después,
esta sabia sentencia aún sigue vigente. En su natal Cos –cálida tierra plantada
de cítricos, vides y olivos– Hipócrates hacía énfasis en que los hábitos
alimenticios y el estilo de vida eran determinantes para gozar de buena salud.
Así, su terapéutica se cimentaba en dietas abundantes en legumbres, hortalizas
y frutas que buscaban recuperar el delicado equilibrio entre acidez y
alcalinidad. Este aspecto crucial ha sido reiteradamente olvidado por los
galenos contemporáneos, cuya praxis privilegia el uso de potentes fármacos que
atenúan síntomas en lugar de sanar los tejidos orgánicos debilitados por las
toxinas y la acidez.
La alimentación actual
acidifica nuestro organismo y genera una miríada de enfermedades. El consumo
excesivo de productos cárnicos, lácteos, bebidas carbonatadas, fritangas, dulces
y fast-food es el detonante oculto de
múltiples dolencias que sanarían si recobrásemos el equilibrio perdido del
cuerpo.
Nuestro
cuerpo: un río interior cuyo equilibrio debemos preservar
Pese a las apariencias,
nuestro cuerpo se compone principalmente de líquidos. La sangre, la linfa y los
sueros celulares constituyen 70% de nuestro peso corporal: se trata de un río
interior que sirve de medio nutricio y vía de evacuación para nuestras células.
Si su pH es ácido se convierte en caldo de enfermedades.
Así como el metro es la unidad
de medida de las longitudes y el litro mide los volúmenes de líquido, el pH comprueba
la alcalinidad o acidez de una substancia. Esta escala fue concebida en 1909
por el químico danés S. P. L. Sørensen (1868-1939), quien
fungía como jefe del Laboratorio Carlsberg de Copenhague.
La escala del pH establece como patrón de
neutralidad al agua. El líquido vital posee una acidez y alcalinidad nulas –su
pH es de 7– por lo que se le considera el punto medio entre los extremos ácido
y alcalino. Una substancia es ácida cuando libera gran cantidad de
iones de hidrógeno. Su pH oscila entre 0 (acidez absoluta) y 6,9 (acidez
suave). Una substancia es alcalina cuando su concentración de iones de
hidrógeno es inferior y su pH oscila entre 7,1 y 14.
El pH que permite un óptimo
funcionamiento de nuestro cuerpo es de 7,4 –ligeramente alcalino. Tal es el pH
de nuestra sangre. Mantener el equilibrio de este indicador es vital para
nuestra salud. El pH de nuestro organismo no
debe ser inferior a 7 ni superior a 7,8. Se denomina acidosis a la condición
del organismo cuando su pH es inferior a 7,35. Se denomina alcalosis a la condición del organismo cuando su pH se sitúa
entre 7,45 y 7,8. En ambos casos, nuestra salud se ve amenazada.
Los alimentos que consumimos
acidifican o alcalinizan nuestros tejidos y líquidos corporales. Frutas, verduras y legumbres son los alimentos más alcalinizantes; carnes rojas, aves, embutidos, huevos, quesos, lácteos, aceites
hidrogenados (margarina), pan, pastas, dulces,
bollería, café, té cacao, vino y sal son los más acidificantes. La
acidificación de nuestro organismo genera trastornos metabólicos. De tal
suerte, quien metaboliza mal los glúcidos se tornará diabético
u obeso. Quien metaboliza mal los ácidos padecerá una severa desmineralización
de sus tejidos. Quien metaboliza mal las grasas verá elevarse sus niveles de
colesterol. Quien metaboliza mal la sal retendrá agua. Quien metaboliza mal las
proteínas sufrirá reumatismo.
Cuando tus intestinos están demasiado
acidificados producen sustancias tan tóxicas como los ácidos sulfúrico y
fosfórico (este último es ingrediente fundamental de la coca-cola). Sobrecargados de toxinas, los líquidos corporales se
tornan más espesos y las células no funcionan bien, ahogadas entre sus propios
desechos. Las toxinas que saturan a los
líquidos corporales acaban irritando, inflamando y destruyendo (cáncer)
nuestros tejidos. Cuanto más se acidifican nuestros tejidos más nos
enfermamos; y sólo si se rehabilitan habrá posibilidad de sanar.
La nocividad de los
ácidos es tal que corroe al perdurable mármol. La intemperie de los siglos es
incapaz –tal como lo comprueban los paleontólogos– de dañar la dentadura de un
fósil de millones de años de antigüedad. En cambio, alimentos inadecuados consiguen cariar
nuestros dientes en pocos años o décadas.
De acuerdo al médico
suizo Christopher Vasey en su libro “Curación y Vitalidad por el Equilibrio Ácido-Básico”
(Ediciones Urano, 1991), el catálogo de enfermedades producidas por la
acidificación del organismo es vasto. Así, males tan disímiles como fatiga
crónica, depresión, encías inflamadas, caries, sensibilidad dental, acidosis
renal, eccemas, uñas agrietadas, conjuntivitis, queratitis, aftas, amigdalitis,
úlceras, ardor rectal, hemorroides, cálculos renales, cálculos vesiculares,
sinusitis, micosis, urticaria, lumbago, tortícolis, osteoporosis, dispepsia, neuralgias
e insomnio tendrían un origen común: la acumulación morbosa de ácidos en
nuestros líquidos y tejidos corporales.
Cuando le inquirían
sobre qué debían hacer para curarse, el genial Hipócrates respondía a sus
interlocutores: “Si deseas recuperar la salud, pregúntate primero si deseas
suprimir las causas de tu enfermedad”. En aquella época, la superstición
imputaba el origen de las dolencias a dioses iracundos y espíritus malignos. Hoy,
pese al avance de la tecnología, la gente sigue atribuyendo sus males a causas externas,
sin poner atención a su alimentación y estilo de vida. Qué sorpresa se llevaría
aquel gran sabio griego si comprobase que hoy –al igual que ayer– los seres
humanos siguen siendo presa de sus adicciones, emociones malsanas y hábitos
autodestructivos: los verdaderos demonios ocultos tras el velo de toda
enfermedad.

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