El Diccionario de la Real Academia Española define
al vagabundo como un “holgazán
u ocioso que anda de un lugar a otro, sin tener oficio ni domicilio
determinado”. Esta es la perspectiva que prevalece en Occidente sobre quienes
se apartan de la aceitada maquinaria de la sociedad: la desidia y la pereza, el
vicio y hasta la demencia definen a quien no se adecua a los ritos de la
tradición, al que no se amolda al modo de vida de la mayoría, al que renuncia a
las seguridades (y ataduras) de la familia y el hogar.
No obstante, en ciertas tradiciones espirituales el vagabundo es
percibido de manera distinta. En la
India , el sadhu es
un asceta que tras haber cumplido los roles de la vida mundana decide romper
con todo vínculo material para buscar la Iluminación ; en su pacífica errancia, pasa el
tiempo meditando de plaza en plaza, comiendo de lo que le sobra a los otros,
durmiendo en las trajinadas calles de las urbes hindúes. No se le considera un
gandul o un disociado sino un peregrino del alma.
Los sufíes, los ermitaños del medioevo y los mendigos budistas
comparten ese rasgo de renunciar al rol que les asignó su familia, su religión,
su casta, su grupo social o su país a fin de reencontrarse a sí mismos, confrontarse
cara a cara con el Absoluto y descubrir su verdadera identidad. Caminantes de
sendas polvorientas, polizontes que en cada muelle hallan un hogar, transeúntes
de villas apartadas y atestadas metrópolis, estos vagamundos de poco equipaje y
mirada tranquila recaban en su viaje una sabiduría tan humilde como poderosa:
el inasible tesoro de la paz.
La voz de uno de estos sabios errantes es la que nos guía de
relato en relato, de parábola en parábola, en el libro “El Vagabundo”
(Ediciones Urano, 1985), del escritor libanés Gibrán Khalil Gibrán (1883-1931).
El volumen se inicia con un fatigado peregrino que es acogido por una familia
para que pase la noche en casa. Tras la cena, al calor de una fogata, el
inesperado visitante comienza a relatar historias. Transcurren una, dos, tres
noches: cada anécdota del vagabundo cautiva a quien le escucha por su sabiduría
y profundidad poética. Refiere el padre que “cuando nos dejó, tres
días después, no lo sentíamos ya como un huésped que había partido sino más
bien como uno de nosotros, que estaba en el jardín y que aún no había entrado”.
“El Vagabundo” es uno de esos libros
que el tiempo –lejos de marchitar– mejora y sazona, como un elixir al que los
años le añadieran gustosos matices. En sus historias pululan ángeles de la
guarda que se deleitan perturbando la paz de los viandantes, hienas que usan la
risa para disfrazar su tristeza, filósofos que acaban embelesados por la
sabiduría de un zapatero, ramas floridas que se entrelazan para gozar del amor
y obispos castigados por el fuego infernal del Dios iracundo que ellos mismos
inventaron. Abundan en sus páginas fábulas sin moraleja, parábolas que admiten contradictorias
interpretaciones y relatos cuyo final reta a nuestras creencias habituales.
La facilidad con que se lee cada
texto del libro no debe equiparada a ligereza. Con sabia picardía, Gibrán
Khalil Gibrán toma símbolos y arquetipos ancestrales –comunes a muchas
tradiciones– y los confronta con sus atributos habituales. En estos textos, es
posible que un ángel de la guarda necesite de pródigos cuidados, que un niño
aleccione a un profeta, que un ermitaño sea escarnecido porque su pobreza es
tomada por el prójimo como riqueza y que una brizna de hierba deduzca que el
árbol que le da sombra es tan sólo un colega un poco más alto.
Este texto sobre ángeles que se
querellan como inflados agentes de la burocracia celestial me encanta.
Una tarde, dos ángeles de la guarda se encontraron ante la puerta de una ciudad. Se saludaron y conversaron.
-¿Qué estás haciendo en estos días y que trabajo te ha sido asignado? -preguntó un ángel.
-Me ha sido encomendada la custodia de un hombre degradado -respondió el otro-, que vive abajo en el valle, un gran pecador, el más depravado. Te aseguro que es una importante misión y un arduo trabajo.
-Esa misión es fácil -dijo el primer ángel-. He conocido muchos pecadores y he sido guardián numerosas veces. Pero ahora me ha sido asignado un buen hombre, un santo que habita al otro lado de la ciudad. Y te aseguro que es un trabajo en extremo difícil y sutil.
-Eso no es más que presunción -dijo el otro ángel-. ¿Cómo puede ser que custodiar a un santo sea más difícil que custodiar a un pecador?
-¡Qué impertinente eres al llamarme presuntuoso! -respondió el primero-. He afirmado sólo la verdad. ¡Creo que el presuntuoso eres tú!
De ahí en más los ángeles riñeron y pelearon, al principio de palabra y luego con puños y alas.
Mientras peleaban apareció un arcángel. Los detuvo y preguntó:
-¿Por qué peleáis? ¿De qué se trata? ¿Acaso no sabéis que es impropio que los ángeles de la guarda peleen frente a las puertas de la ciudad? Decidme: ¿por qué el desacuerdo?
Ambos hablaron al unísono, cada uno arguyendo que su trabajo era el más difícil y que les correspondía el premio mayor.
El arcángel sacudió la cabeza y meditó.
-Amigos míos -les dijo-, no puedo dilucidar ahora cuál de vosotros es el más merecedor de honor y recompensa. Y como se me ha conferido autoridad, y en bien de la paz y del buen custodiar, doy a cada uno de vosotros el trabajo del otro, ya que insistís en que la ocupación del otro es la más fácil. Ahora marchaos lejos de aquí y sed felices en vuestros oficios.
Los ángeles, así ordenados, tomaron sus respectivos caminos. Pero cada uno volvía la cabeza mirando con gran enojo al arcángel. Y en sus corazones decían: "¡Oh, estos arcángeles! ¡Cada día vuelven la vida más y más difícil para nosotros los ángeles!"
Pero el arcángel se detuvo y una vez más se puso a meditar. Y dijo en su corazón: "Debemos en verdad, ser cautelosos y montar guardia sobre nuestros ángeles de la guarda".
(“Los
dos ángeles”)
Estas lúcidas paradojas nos llaman a
ser humildes y a no creernos únicos dueños de la verdad. La verdad es un umbral
al que se llega por mil distintos senderos y cada quien pavimenta el suyo con los
adoquines de su singular experiencia. Para algunos, el camino apropiado será el
de la tradición; para otros, será el de la rebelión y la irreverencia; para
unos, la vía será la que le señale el gurú o planifiquen sus padres… y para
unos pocos será la del solitario vagabundo que en cada calle vive una historia
y en cada historia percibe un nuevo rasgo de la verdad.
Gibrán Khalil Gibrán nació en
Bisharri, Líbano, el 6 de enero de 1883 y falleció en Nueva York el 10 de abril
de 1931. Para disgusto de algunos encopetados críticos literarios, sus libros
de prosa sencilla e insondables resonancias llevan un siglo vendiéndose como best-sellers. Suya es una rara cualidad:
la de plasmar verdades eternas sin malgastar una palabra de más.
http://mundourano.com/index.php?id=601

No hay comentarios:
Publicar un comentario